EL LIBERAL, 13 MAYO 1911
Con este título, sobradamente expresivo, acaba de publicar Adolfo
Marsillach, el notable escritor de agresivo temperamento y de férreo
estilo, un libro novelesco, que es, en primer término, una vivisección
de la capital de Cataluña.
Obedece la obra a una crisis de
amarga irritación, fruto tal vez de un acendrado cariño. No hay en el
autor piedad para los hombres y las cosas de Barcelona, y su exceso de
amor a la verdad degenera a veces en extremos de violencia y de desdén,
positivamente injustos.
Pero en las páginas de la obra habla y
vive la "Ciudad Anárquica" lo mismo que en las Ramblas, en los Bancos y
en las Asambleas.
Se trata de una novela, interesante como
tal, aunque el novelista desdeña darle ese nombre; mas en ella, el cauce
de las pasiones individuales desaparece bajo el desbordamiento de las
pasiones colectivas.
El último capítulo, que insertamos a
continuación, y en que asoma un vislumbre de esperanza, que ahora, con
motivo del proceso de Posa se confirma, puede servir de clave a muchas
cosas que fueron y son para el espectador extraño totalmente
incomprensibles.
"Al rodar los días, la
Solidaridad fue poco a poco resquebrajándose, como así fatalmente había
de suceder, y a los dos años de formada sólo quedaban vestigios de ella.
¿Y
la ciudad? La capital de Cataluña continuó siendo víctima de sus hijos,
de sus enemigos, de sus odios y de su insensatez. Con las bombas y los
repetidos trastornos públicos, Barcelona vió menguar la actividad de sus
fábricas y las transacciones de su comercio; paralizóse la edificación
suntuosa de su Ensanche; algunos hoteles, cafés e importantes
establecimientos tuvieron que cerrar sus puertas; miles de excelentes
oficiales de diversas profesiones emigraron a América, y el hambre,
desconocido en la turbulenta y loca urbe en la época del caciquismo, fue
una calamidad mas que añadir a las muchas que padeciendo estaba hacía
tiempo.
La "semana trágica", apoteosis truculenta de un
estado anárquico crónico y endémico, sólo podía registrarse en la ciudad
condal. Todo en ella conspiraba a favor de aquel grave acontecimiento.
La revolución estaba en el ambiente. La hicieron las clases proletarias,
pero se incubó en el Fomento de la Producción Nacional, en el palacio
del obispo, en la "Lliga Regionalista", en la Económica de Amigos del
País, en el Pórtico, en el Orfeó Catalá; casi en todos los centros,
sociedades y corporaciones burguesas, y hasta en algunas aulas
universitarias, cuyos profesores, a pesar de ser funcionarios del
Estado, aprovechábanse de la libertad de la cátedra y de la apatía de
los Gobiernos para despertar en el corazón de la juventud el odio a
España.
Fueron la mesocracia y las clases adineradas las
propulsoras de la sedición de Julio. Estas cargaron de pólvora el
barril, y los proletarios, que bien poco o nada tenían que perder,
aplicaron la mecha al explosivo. Maravilla que no lo hubiesen hecho
antes. Diez, quince años hacía que fabricantes, propietarios,
catedráticos, abogados, médicos, bolsistas, intelectuales, comerciantes y
sacerdotes, venían desmoralizando al pueblo con hechos, discursos y
artículos de periódico atentatorios a toda disciplina social, y cuando
desde la cátedra del Espíritu Santo y desde la cátedra profana de la
Universidad; cuando desde el cómodo y lujoso despacho del fabricante,
del médico y del abogado; cuando desde los salones de las entidades
representantes de las fuerzas vivas de la capital, y cuando desde las
columnas de cierta Prensa defensora de los intereses de estas fuerzas
mismas, se excitaba a no pagar tributos, a atropellar a los ministros, a
silbar la bandera española y a insultar a los militares, y se relajaba
todo principio de autoridad, procurando debilitar al Estado en el
interior y desacreditarlo en el exterior con asquerosas y criminales
peticiones a los consulados y manifestaciones antiespañolistas en un
agasajo a una brillante oficialidad extranjera, no es mucho que el
pueblo, pobre y misérrimo, amargado y simplista, se contagiara del
anarquismo de los ricos, de los hartos, de los satisfechos e instruídos y
colaborara con ellos en la obra incivil de arruinar a la gran ciudad.
Y
se dió el hecho, verdaderamente escandaloso, de que al llegar la hora
de exigir responsabilidades por aquellos luctuosos sucesos, cuantos o
casi cuantos, los habían preparado y hecho posibles, se revolvieran,
furiosos y como si estuvieran limpios de culpa, contra los autores
materiales de la quema de iglesias y conventos, llegando, en su
injusticia, perfidia y maldad impune, a exacerbar las iras del Gobierno y
a aplaudir la represión arcaica, sangrienta y draconiana que siguió a
la saturnal de Julio. No tuvieron, siquiera, el pudor de callarse ya que
no el valor cívico de reconocerse culpables, por inducción, de la
tragedia revolucionaria. Unieron a la insensatez de haber amontonado el
combustible para el grande incendio, el mas execrable y solapado
farisaísmo.
Los horrores de la semana trágica,
junto con un sonado triunfo que en los comicios alcanzaron los
lerrouxeristas, después de un no menos sonado fracaso de los solidarios en
el Parlamento, catalanistas y catalanizantes, minados por la intriga,
los celos y las envidias, dejaron de hacer pinitos separatistas,
tornándose tan blandos, juiciosos y circunspectos, que nadie que no los
hubiese visto de cerca durante la última década transcurrida, hubiera
dicho de ellos que habían agitado por tal manera la ciudad y las
pasiones, que incluso llegaron a hacer temer la posibilidad de que
abocaran a España a un conflicto interior y exterior sin precedentes a
contar desde el reinado de Felipe V.
La sumisión y el buen
comportamiento de catalanistas y solidarios constribuyeron al
restablecimiento de la paz material en Barcelona. Pero esta paz es sólo
una tregua, un descanso, una suspensión de hostilidades. El germen
revolucionario y separatista está echado y va fructificando. Volverá a
dar frutos. La capital de Cataluña ha acordado suicidarse y se
suicidará. Renacerán los turbulentos días de los "Segadors", de las
silbas a la bandera y del banquete de la Victoria y de la Revolución en
las calles. Será así, porque hay en Barcelona muchos fermentos de
disolución social, mucha levadura anarquista y muchos espíritus
demoledores porque sí, por prurito de serlo, nada mas que por esto, y
que así se hallan entre el elemento obrero como entre el señorío, mas en
éste que en aquél y con menos motivo.
El mal de los catalanes ha
sido el querer intervenir activamente en la política, cuando la
experiencia y la Historia, maestra de la vida, han demostrado -y ahí
están las guerras de 1640 y 1711 que lo justifican- que no tienen
sentido político. A esto obedecen los transtornos públicos de que ha
sido víctima Barcelona en lo que va de siglo. Harta, con razón, la clase
media de la gran ciudad del desbarajuste de España, en lugar de
organizarse para la defensa de la nación y tener a raya a sus
gobernantes, que era lo cuerdo, despertaron antiguas y casi acabadas
aspiraciones localistas atentatorias a la unidad nacional; socavaron los
cimientos en que se asientan la autoridad y el orden; emponzoñaron las
almas con el odio de una pretendida cuestión de razas; crearon toda
suerte de conflictos al Estado; se indispusieron con las demás regiones
de la Península, y de absurdo en absurdo y de torpeza en torpeza, si no
la autonomía "mal entendida" y "picar las amarras", como querían, hacer
de la metrópoli catalana la ciudad anárquica por excelencia, pronta a
todos los excesos, cóleras, agresiones y violencias.
Con
anarquismo arriba y anarquismo abajo, rebelde la masa proletaria y mas
rebeldes aún las clases adineradas, el desorden, el motín, el atropello,
las luchas de tribu en las calles volverán a imperar en Barcelona hasta
que el juicio se imponga a la razón, el amor al odio, el patriotismo al
espíritu de bandería y se releguen al olvido utopias que necesitan de
la fuerza de los cañones para triunfar y de pechos heroicos para
defenderlas, venciendo o muriendo en la demanda.
Hay para
tiempo; pero cuando la desgracia se haya cernido sobre la capital de
Cataluña, y su miseria sea mayor y mas que ahora se sufran las
consecuencias de una política local insensata y sin contenido,
Barcelona, curada de su vesanía y de su delirio de grandezas, reparará
el mal que ella misma se ocasionara y, en una constante retractación de
lo pasado, trabajará, serena, como en otros tiempos, por su
engrandecimiento moral y material, y si bien no llegará a ser la capital
de una nueva nación penínsular, disgregada del tronco, será una de las
ciudades mas esplendorosas y cultas del mundo civilizado, honra y gloria
de España.
Adolfo Marsillach.