domingo, 15 de marzo de 2015

LA CIUDAD ANARQUICA


EL LIBERAL, 13 MAYO 1911

Con este título, sobradamente expresivo, acaba de publicar Adolfo Marsillach, el notable escritor de agresivo temperamento y de férreo estilo, un libro novelesco, que es, en primer término, una vivisección de la capital de Cataluña.
Obedece la obra a una crisis de amarga irritación, fruto tal vez de un acendrado cariño. No hay en el autor piedad para los hombres y las cosas de Barcelona, y su exceso de amor a la verdad degenera a veces en extremos de violencia y de desdén, positivamente injustos.
Pero en las páginas de la obra habla y vive la "Ciudad Anárquica" lo mismo que en las Ramblas, en los Bancos y en las Asambleas.
Se trata de una novela, interesante como tal, aunque el novelista desdeña darle ese nombre; mas en ella, el cauce de las pasiones individuales desaparece bajo el desbordamiento de las pasiones colectivas.
El último capítulo, que insertamos a continuación, y en que asoma un vislumbre de esperanza, que ahora, con motivo del proceso de Posa se confirma, puede servir de clave a muchas cosas que fueron y son para el espectador extraño totalmente incomprensibles.

"Al rodar los días, la Solidaridad fue poco a poco resquebrajándose, como así fatalmente había de suceder, y a los dos años de formada sólo quedaban vestigios de ella.
¿Y la ciudad? La capital de Cataluña continuó siendo víctima de sus hijos, de sus enemigos, de sus odios y de su insensatez. Con las bombas y los repetidos trastornos públicos, Barcelona vió menguar la actividad de sus fábricas y las transacciones de su comercio; paralizóse la edificación suntuosa de su Ensanche; algunos hoteles, cafés e importantes establecimientos tuvieron que cerrar sus puertas; miles de excelentes oficiales de diversas profesiones emigraron a América, y el hambre, desconocido en la turbulenta y loca urbe en la época del caciquismo, fue una calamidad mas que añadir a las muchas que padeciendo estaba hacía tiempo.
La "semana trágica", apoteosis truculenta de un estado anárquico crónico y endémico, sólo podía registrarse en la ciudad condal. Todo en ella conspiraba a favor de aquel grave acontecimiento. La revolución estaba en el ambiente. La hicieron las clases proletarias, pero se incubó en el Fomento de la Producción Nacional, en el palacio del obispo, en la "Lliga Regionalista", en la Económica de Amigos del País, en el Pórtico, en el Orfeó Catalá; casi en todos los centros, sociedades y corporaciones burguesas, y hasta en algunas aulas universitarias, cuyos profesores, a pesar de ser funcionarios del Estado, aprovechábanse de la libertad de la cátedra y de la apatía de los Gobiernos para despertar en el corazón de la juventud el odio a España.
Fueron la mesocracia y las clases adineradas las propulsoras de la sedición de Julio. Estas cargaron de pólvora el barril, y los proletarios, que bien poco o nada tenían que perder, aplicaron la mecha al explosivo. Maravilla que no lo hubiesen hecho antes. Diez, quince años hacía que fabricantes, propietarios, catedráticos, abogados, médicos, bolsistas, intelectuales, comerciantes y sacerdotes, venían desmoralizando al pueblo con hechos, discursos y artículos de periódico atentatorios a toda disciplina social, y cuando desde la cátedra del Espíritu Santo y desde la cátedra profana de la Universidad; cuando desde el cómodo y lujoso despacho del fabricante, del médico y del abogado; cuando desde los salones de las entidades representantes de las fuerzas vivas de la capital, y cuando desde las columnas de cierta Prensa defensora de los intereses de estas fuerzas mismas, se excitaba a no pagar tributos, a atropellar a los ministros, a silbar la bandera española y a insultar a los militares, y se relajaba todo principio de autoridad, procurando debilitar al Estado en el interior y desacreditarlo en el exterior con asquerosas y criminales peticiones a los consulados y manifestaciones antiespañolistas en un agasajo a una brillante oficialidad extranjera, no es mucho que el pueblo, pobre y misérrimo, amargado y simplista, se contagiara del anarquismo de los ricos, de los hartos, de los satisfechos e instruídos y colaborara con ellos en la obra incivil de arruinar a la gran ciudad.
Y se dió el hecho, verdaderamente escandaloso, de que al llegar la hora de exigir responsabilidades por aquellos luctuosos sucesos, cuantos o casi cuantos, los habían preparado y hecho posibles, se revolvieran, furiosos y como si estuvieran limpios de culpa, contra los autores materiales de la quema de iglesias y conventos, llegando, en su injusticia, perfidia y maldad impune, a exacerbar las iras del Gobierno y a aplaudir la represión arcaica, sangrienta y draconiana que siguió a la saturnal de Julio. No tuvieron, siquiera, el pudor de callarse ya que no el valor cívico de reconocerse culpables, por inducción, de la tragedia revolucionaria. Unieron a la insensatez de haber amontonado el combustible para el grande incendio, el mas execrable y solapado farisaísmo.
Los horrores de la semana trágica, junto con un sonado triunfo que en los comicios alcanzaron los lerrouxeristas, después de un no menos sonado fracaso de los solidarios en el Parlamento, catalanistas y catalanizantes, minados por la intriga, los celos y las envidias, dejaron de hacer pinitos separatistas, tornándose tan blandos, juiciosos y circunspectos, que nadie que no los hubiese visto de cerca durante la última década transcurrida, hubiera dicho de ellos que habían agitado por tal manera la ciudad y las pasiones, que incluso llegaron a hacer temer la posibilidad de que abocaran a España a un conflicto interior y exterior sin precedentes a contar desde el reinado de Felipe V.
La sumisión y el buen comportamiento de catalanistas y solidarios constribuyeron al restablecimiento de la paz material en Barcelona. Pero esta paz es sólo una tregua, un descanso, una suspensión de hostilidades. El germen revolucionario y separatista está echado y va fructificando. Volverá a dar frutos. La capital de Cataluña ha acordado suicidarse y se suicidará. Renacerán los turbulentos días de los "Segadors", de las silbas a la bandera y del banquete de la Victoria y de la Revolución en las calles. Será así, porque hay en Barcelona muchos fermentos de disolución social, mucha levadura anarquista y muchos espíritus demoledores porque sí, por prurito de serlo, nada mas que por esto, y que así se hallan entre el elemento obrero como entre el señorío, mas en éste que en aquél y con menos motivo.
El mal de los catalanes ha sido el querer intervenir activamente en la política, cuando la experiencia y la Historia, maestra de la vida, han demostrado -y ahí están las guerras de 1640 y 1711 que lo justifican- que no tienen sentido político. A esto obedecen los transtornos públicos de que ha sido víctima Barcelona en lo que va de siglo. Harta, con razón, la clase media de la gran ciudad del desbarajuste de España, en lugar de organizarse para la defensa de la nación y tener a raya a sus gobernantes, que era lo cuerdo, despertaron antiguas y casi acabadas aspiraciones localistas atentatorias a la unidad nacional; socavaron los cimientos en que se asientan la autoridad y el orden; emponzoñaron las almas con el odio de una pretendida cuestión de razas; crearon toda suerte de conflictos al Estado; se indispusieron con las demás regiones de la Península, y de absurdo en absurdo y de torpeza en torpeza, si no la autonomía "mal entendida" y "picar las amarras", como querían, hacer de la metrópoli catalana la ciudad anárquica por excelencia, pronta a todos los excesos, cóleras, agresiones y violencias.
Con anarquismo arriba y anarquismo abajo, rebelde la masa proletaria y mas rebeldes aún las clases adineradas, el desorden, el motín, el atropello, las luchas de tribu en las calles volverán a imperar en Barcelona hasta que el juicio se imponga a la razón, el amor al odio, el patriotismo al espíritu de bandería y se releguen al olvido utopias que necesitan de la fuerza de los cañones para triunfar y de pechos heroicos para defenderlas, venciendo o muriendo en la demanda.
Hay para tiempo; pero cuando la desgracia se haya cernido sobre la capital de Cataluña, y su miseria sea mayor y mas que ahora se sufran las consecuencias de una política local insensata y sin contenido, Barcelona, curada de su vesanía y de su delirio de grandezas, reparará el mal que ella misma se ocasionara y, en una constante retractación de lo pasado, trabajará, serena, como en otros tiempos, por su engrandecimiento moral y material, y si bien no llegará a ser la capital de una nueva nación penínsular, disgregada del tronco, será una de las ciudades mas esplendorosas y cultas del mundo civilizado, honra y gloria de España.

Adolfo Marsillach.

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